lunes, 1 de octubre de 2007

K-2

Ella entraba y salía de aquella terraza que se asomaba a un rió alborotado de turistas. Su trajín era el propio de una camarera de verano que apuraba su contrato temporal entre ida y vuelta. Del río subían rumores, voces entrecortadas, risas y algún taco producto del nerviosismo de piragüistas inexpertos. Él, al fondo, lo observaba todo, lo oía todo, mientras esperaba ansioso su próxima aparición. De vez en cuando, entraba alguien nuevo. Se sentaba en alguna mesa y pronto aparecía ella preguntándole que deseaba tomar. Luego, antes de perderse nuevamente por el fondo del improvisado escenario, le clavaba una mirada escrutadora. Otras veces, ella se acercaba a una mesa cerca de la suya y pasaba un trapo distraído por encima del falso mármol, mientras el podía casi sentir su sudor, el palpitar del remango y lo apresurada de su respiración. Él llevaba allí ya más de una hora, sin hacer nada, sólo esperando que algo sucediera. Mientras, dejaba mecer el muermo con el chisporroteo del jolgorio que subía del río. En todo este tiempo, no se habían dirigido más palabras que las necesarias para solicitar una consumición, y su estancia allí empezaba a sentirla incomoda, como si fuese un espectador que asiste a una función que se repetía una y otra vez sin su presencia. Ella le gustaba. Se había fijado en sus muslos, bien torneados, ágiles pero apegados a las baldosas gastadas por la humedad y el sol picante del verano del norte. Sus brazos giraban con seguridad sobre las mesas que servía, sin mucha gracia, pero con la contundencia de quien ya había servido muchas. Trataba de adivinar como eran sus senos tras aquella bata, entre ama de casa y salto de cama, que ella ajustaba bien a las curvas de su cuerpo. A veces, casi lo lograba. En cada inclinación que hacia, él fijaba toda su atención, como si en vez de tener ojos tuviese un catalejo poderoso que pudiera enfocar a su antojo. Jugaba, entonces, a las adivinanzas mientras un cálido sentido de plenitud lo iba adormeciendo. “Perdone, ¿Quiere algo más?” De repente, ella estaba en pie delante de él, y le ofrecía una sonrisa convencional. Casi sin poder responder, cayó en la cuenta de que todavía seguía allí. “No nada...tráigame la cuenta” Ella volvió a desaparecer una vez más. Mientras, él empezaba a cuestionarse su falta de imaginación por la respuesta y se recriminaba su poco atrevimiento para poder haber iniciado la conversación que tanto deseaba. En el río, la población de turistas-piragüistas había decaído: venían por oleadas. “Aquí la tiene señor”. Y le tendió la mano con la nota. Al principio dudo en cogerla, y ella debió notarlo, porque pronto el tono de sus mejillas cambió. Termino por posar el papel sobre la mesa. “Lo siento, pero no tengo suelto. Tendré que pagarle con este billete”. Y lo coloco junto al papelito que se había humedecido al contacto con los restos del refresco que hacia ya tiempo había pedido: el billete también se humedeció. Y fue entonces, cuando ella se inclino para recogerlo que la respuesta a sus dudas de antes se despejaron: “las tiene grandes y redondas”. Sus ojos buscaron los de ella, en una complicidad que no encontró. Una vez más la vio perderse. De pronto, la terraza se lleno de gente. Parecían salir de todas partes: fue como si el río los hubiese vomitado. Sandalias chorreando iban dejando sus marcas sobre las losas desgastadas, mientras el vocerío reclamaba con urgencia la asistencia del personal. Él termino de levantarse, mientras recogía los restos de su estadía: una caja de cigarrillos sin abrir, el mechero, un libro sin leer. Todo lo introdujo en su bolso, mientras esperaba a que ella apareciese con el cambio. El alboroto de los ex - piragüistas iba en aumento. “Su cambio señor”. Le increpo una voz masculina, mientras el sonido de las monedas, sobre el pequeño plato metálico, quedaron depositadas sobre la mesa. Luego, el nuevo actor, con camisa blanca y pantalón negro, se perdió entre los veraneantes que cada vez con más empeño se apoltronaban en las sillas de mimbre con sus culos mojados y sus sonrisas de aventureros esporádicos. Cogió el vuelto y se dirigió a la salida: confiaba que, en algún momento, ella saliese para despedirse con una última mirada. Todo fue en vano y sus contrariedades lo empujaron rápidamente hacia la puerta, no sin antes tropezar con un retardado de aquellos acalorados navegantes. “Lo siento, perdoné”. Mientras uno y otro se miraban casi sin verse, franqueo el quicio de la puerta. Ya en la calle sintió un cierto alivio. Era la hora de almorzar y las gentes habían desaparecido tras bares y comedores. El día se nublaba y un sol triste se despedía prematuramente. Miro a uno y otro lado, como interrogando sobre sus pasos; al final, tiro por la izquierda.

II
La mañana no estaba transcurriendo muy movida. Tan sólo aquel hombre que había llegado temprano y que le había solicitado un refresco. Realmente el día no estaba para refrescos, el sol apenas había levantado y la densa niebla, que en los días de julio, se acumulaba a los costados del río, no presagiaba nada más que el típico bochorno. No obstante, esta situación no parecía desanimar a los turistas más madrugadores que ya tomaban el agua por asalto y que de seguro se convertirían en desaforados clientes a la hora del almuerzo. Todo eso era lo que pasaba por su cabeza mientras apuraba las caladas de un cigarrillo furtivo en el interior del cuarto de servicio, alejada de las miradas indiscretas de su único cliente y de la regañina de su patrona, siempre dispuesta a pescarla en algún renuncio que le permitiese despedirla antes de lo pactado. Había llegado a aquel lugar, huyendo más que buscando un sitio en que olvidar. El invierno había sido duro: poco dinero, deudas que reclamaban su finiquito y una relación de pareja que en los últimos meses se había convertido en una difícil carga que arrastrar. Al principio, la patrona no quería darle trabajo, no le inspiraba confianza, y lo cierto es que no la culpaba. Su aspecto era realmente penoso: una mujer cuyo equipaje cabía en una mochila, que contestaba a las preguntas inquisidoras con monosílabos seguidos de prolongados silencios, poco o casi nada tenía que esperar. Pero las necesidades de obtener un personal barato y el hecho de que ella se conformase con el estrangulador horario que le proponía, término por ablandar la voluntad de su autoritaria patrona. “Lo importante aquí es que todos se queden contentos. Para cuatro días que dura el verano debemos sacarle el mayor rendimiento. Pulcritud, respeto y sobre todo honradez es lo que yo pido a quien trabaja con nosotros. Somos ya veteranos en este negocio y nuestros clientes son casi de la familia. Por eso hay que tratarlos bien. Nada de reproches, nosotros estamos aquí para servirlos y si es posible con una sonrisa”.Esas fueron las palabras exactas de aquella mujer que mantenía largas conversaciones por teléfono en las que pasaba del trato más cariñoso al tono propio de un sargento de la milicia. Ella pensó que no duraría mucho allí. Pero eso fue casi dos meses y ahora iba consumiendo un contrato que inicialmente se había pactado a tres y que luego ya se vería “según fuese yendo el verano”. Dos batas, algo cursis y pasadas de moda, unas zapatillas de descanso y un ventilador para el cuartucho del último piso donde la habían instalado, era todo lo que le habían proporcionado. Las batas le quedaban algo grandes, pero se las apaño para ajustarlas a su medida, a expensas de que el escote le quedase estrecho y el ruedo le montase casi a los muslos. Cuando la patrona la vio por primera vez, pensó que había cometido una enorme equivocación al contratarla, pero luego reflexiono y a lo mejor las gracias que la chica insinuaba serian buenas para llamar la atención de su familiar concurrencia; en el especial, de la clientela masculina, quienes el verano pasado habían sido castigados con los servicios de una camarera rumana que a poco parecía retirada de un convento. Lo cierto es que a juzgar por la asiduidad de algunos de ellos, la patrona hizo la vista gorda y dejo hacer a las miradas y comentarios de sus vecinos.
Apuro la última calada que ya mordía el filtro y dejo caer el esqueleto al retrete, mientras el agua de la cisterna lo arrastraba cañerías abajo. Se miro al espejo de soslayo, mientras salía disparada del servicio en dirección a la terraza, un nuevo cliente la reclamaba. Le tomo nota y antes de irse a buscar la consumición, oteo el fondo de la terraza para cerciorarse de que él seguía allí. Efectivamente, allí estaba, mirándola, sin perder un detalle de lo que hacia y sin hacer otra cosa que observarla. Llevaba casi una hora en esa actitud. En alguna ocasión había realizado algunas aproximaciones esperando que el dijese algo que le permitiese reconocer sus intenciones. Pero todos sus intentos habían terminado en fracaso. Él parecía embelesado. Sus miradas más que desnudarla la atravesaban, la penetraban más allá de la raquítica bata, rastreando como un hurón las señales de sus humores más íntimos, como si de un alquimista de perfumes corporales se tratase. Ella conocía bien a esa clase de hombres: siempre los había temido. Unos hombres que no se saciaban con desearla corporalmente, sino que iban tras los secretos más guardados que toda mujer codicia y que sólo a veces deja asomar. Su osadía por momentos le producía antipatía. Otras veces, le hacia sentir una extraña sensación de orgullo que no había experimentado jamás. Nada de él destacaba, excepto la pasión con que componía su mirada de inspección. No era ni joven, ni viejo y se notaba que andaba de paso. Pero no como ella, huyendo de un pasado que quería borrar definitivamente; sino lo suyo era más un vagabundear de coleccionista de sensaciones únicas y extrañas: un cazador de almas. Esa sensación de orgullo la hacia ser arrogante e incluso arrojada. “Perdone, ¿Quiere algo más?” En un instante, estaba frente a él propiciando un duelo de poderes que le parecía irresistible. Quizás así podría vencer, antes de que su obstinación, le hiciese caer rendida. “No nada...tráigame la cuenta”. La respuesta no fue la que ella esperaba. Y antes de retirarse pensó que estaba salvada. Había logrado desconcertarlo. Sabía que si demostraba pánico estaría perdida para siempre y los peligros que entonces correría serían inmensos. Pero lo había logrado. Había conseguido que el se cuestionase su presencia allí. Que comprobase que estaba ante alguien que lucharía ante cualquiera que quisiese arrebatarle eso, tan hondo. El bochorno le había inundado la ropa interior y sintió que ahora más que nunca corría el mayor peligro. Tardo más de la previsto en llevarle la cuenta y procuro ocultar el desborde de sus hormonas, respirando hondo y repitiéndose una y otra vez: “lo puedo hacer”.Pero todas sus defensas estaban a punto de sucumbir, ni el agua de rosas que había vaciado sobre el cuerpo en el servicio la protegería ahora. Al contrario el liquido había intensificado aún más sus humedades y ella misma se sentía inundada. Le ofreció la nota en un supremo esfuerzo de valentía. “Aquí la tiene señor”. Y entonces noto que el se había dado cuenta de su estado. Lista para enfrentar, sin defensa, el último ataque. El decisivo, el que le llevaría a obtenerla. Entonces, en el último momento dejo la nota sobre la mesa, cogió el billete que el le dio acompañado con unas palabras que no entendió muy bien y giro sobre si misma buscando con desespero el refugio en el interior del hotel.
El momento del almuerzo se avecinaba y los cansados remeros del río empezaban a buscar acomodo en los acogedores sillones de mimbre. En pocos momentos el local se llenaría de todo tipo de personas deseosas de comer y el se vería obligado a irse y todo habría acabado. El turno de camareros comenzaba a ampliarse y esa sería la excusa necesaria para no volver. Le daría las vueltas a un compañero y le diría que se las llevase “al pesado del fondo, como se le ocurre pagar con un billete de cincuenta una consumición tan sencilla”. Así ganaría tiempo hasta que él se fuese y todo saldría bien. Cada vez había más gente. Todos demandaban cosas: que si esto, que si lo otro. Y él tardaba en irse. Ella ya poco más podría resistir encerrada en el aseo ante la impaciencia y los gritos de la patrona que reclamaban su presencia. Al final salió y se topo de bruces con el compañero: “Ya se ha ido el pesado ese. Creo que esperaba que tu le entregases el cambio, me miro como decepcionado”. “No le hagas caso. Lleva aquí casi toda la mañana y no ha consumido nada más que un refresco. No te preocupes”. Se aliso el pelo y luego se arreglo la bata que se le había subido más de lo de costumbre: se preparaba para recuperar la confianza y aparecer de nuevo en escena. Fue entonces cuando oyó su nombre y vio aparecer a la patrona con unas gafas en la mano. “Creo que al señor que estaba en el fondo, el que tu serviste, se le han olvidado. Acaba de salir, quizás todavía lo encuentres. Vete y entrégaselas”. El terror volvió a su cuerpo y la orden le sentó como una bofetada, mientras la patrona le dejaba en sus manos las gafas que le parecieron como hierros candentes. “¡Pero corre mujer, que si no lo pescas!”. Los pies se negaban a moverse y no era capaz de hacer que su cuerpo respondiese, era una fuente que emanaba sin cesar y sólo la fuerza del gesto de la patrona le hizo reaccionar. “Ahora mismo voy”. Busco la puerta con la mirada mientras empezaba a caminar, primero paso a paso, luego más ligero, hasta que ya, viéndose perdida, salió corriendo. Ya en la calle, al principio no vio a nadie. Luego al fondo, distinguió su figura. Lo llamo y levanto la mano de las gafas agitándolas como ofreciéndole la proclama de su derrota. El hombre se paro en seco. La miro y espero a que ella decidiese. Pronto descubrió que venía hacia él. Entonces quedo expectante, mientras pensaba que, a pesar de todo, el día le ofrecía una nueva oportunidad.

Siderius.