lunes, 20 de agosto de 2007

A propósito de la pintura de las artistas Latinoamericanas: Frida Kahlo, Tarsila do Amaral y Amelia Peláez

A propósito de la pintura de las artistas Latinoamericanas: Frida Kahlo, Tarsila do Amaral y Amelia Peláez
(Conferencia dictada en el Instituto de Investigaciones Históricas del CSIC, Madrid-España)
D. Antonio E. de Pedro Robles
(Doctor en Historia del Arte)

En esta charla, me centraré en ubicar la pintura de Tarsila do Amaral, Frida Khalo y Amelia Pelaez dentro de lo que se ha dado en llamar el “Movimiento Modernista Latinoamericano”. En este sentido, sus creaciones serían el resultado de contactos con la vanguardia europea y, en menor escala, con la desarrollada posteriormente en los Estados Unidos.
Con respecto a esta referencia de análisis, podremos encontrar, entre los historiadores del Arte Latinoamericano, algunas variantes interpretativas de notable interés. En este sentido, quisiera hacer mención aquí de aquellas posiciones que destacan y advierten sobre la importancia y el reconocimiento de una tradición prehispánica y colonial puesta en evidencias en las obras de estas tres artistas. Sin obviar, claro esta, la fuerte influencia recibida de los movimientos vanguardistas europeos. En definitiva, el asunto quedaría planteado de esta manera: como las vivencias personales se transforman en vivencias públicas; en experiencias sociales y culturales gracias al acercamiento, ensayo y asimilación de un lenguaje vanguardista que siendo, inicialmente internacional, sirve para expresar lo local de sus mundos.
Mi posición, en relación con esta tesis, es de asumir una postura crítica. Basada en el hecho de que dicha propuesta de análisis se caracteriza por constituir una constante en perenne proceso de reafirmación y revisión. Es decir, la tesis del modernismo artístico latinoamericano ha sido - y es- una tesis claramente intencionada con la finalidad de ofrecer una visualidad del Arte Latinoamericano contemporáneo de las primeras décadas de este siglo, ligado a un referente vanguardista europeo con el fin de que su carácter periférico y singular se viese arropado, legitimado desde una evidente intención de autoridad que le adjudicaría esta filiación al arte europeo, como una manifestación más de la llamada cultura occidental. En este sentido, el discurso de las artistas que hoy analizamos, vendrían a formar parte de manifestaciones periféricas de los movimientos europeos. Lecturas propias de un modelo de ver y comprender el mundo que terminaría siempre por referirnos al Viejo Continente.
Lo cierto es que bajo esta perspectiva interpretativa, la oferta del “Modernismo Latinoamericano” quedaría reducida a una manifestación artística dependiente del “gran arte europeo”.
Por otro lado, una de las intenciones de esta charla es llamar la atención sobre algunos aspectos que me parecen muy originales y significativos de estas tres artistas y que, en gran medida, rompen con esta “interpretación de la dependencia” señalada anteriormente. No obstante, no entráremos en señalar y destacar una prolifera lista de fechas y nombres en relación con las vidas de nuestras protagonistas, pero si destacaremos el hecho de que las experiencias personales que conforman esos “mundos privados”, han tenido una relativa importancia en el establecimiento de sus trayectorias artísticas. En algunos de los tres casos esta circunstancia es más que evidente. A nadie se le escapa, que estoy pensando precisamente en Frida Kahlo (1907 – 1954) como ejemplo paradigmático de esta afirmación. Pero aún en este caso, tan palpable y evidente, explicar la obra exclusivamente por sus connotaciones biográficas termina por dejar coja la mesa. Porque, la magia de “la Kahlo”, la pujanza de su arte, estriba precisamente en que ese mundo privado se convierte en trascendente y transparente ante una lectura pública. Y con ello, su frontera personal se deshace en un fenómeno de identificación cultural que atañe no sólo al mexicano de mediados del siglo XX, sino al hombre del México actual. La tragedia personal de Frida Kahlo ha desbordado las barreras del tiempo y se ha convertido en todo un símbolo de identidad, en un fetiche que comparte altar doméstico con la Virgen de Guadalupe. Símbolo que traspasa las fronteras de la nación mexicana, ampliándose a la cultura hispana desarrollada más allá del Rió Grande, donde se desarrolla un pujante “Arte Chicano”, quien ha tomado a su figura como un icono mítico de su cultural y un elemento de arraigo de su identidad racial.
Para el resto de la comunidad hispanoamericana, esta imagen nos llega de modo refractario; a modo de un vector de obligado de reconocimiento artístico y cultural que sirve para reconocer las señas de un México actual.
Pero si la vida de Frida es mito de altar y emblema público, su pintura apunta y dispara sobre otras cosas. La manida interpretación y encasillamiento de sus obras dentro del surrealismo que parece ofrecer carta de valor a su creación, queda plenamente superado cuando se indaga en otras venas nutrientes más antiguas. Desde un dibujo que vislumbra las lecciones aprendidas machaconamente en las clases de bordado para señoritas (trazo firme y fuerte, gusto por el detalle que nunca se diluye en el color) hasta un mundo natural y social, pasado y presente, en presentación sincrética del fenómeno religioso e indígena. La pintura de Frida Kahlo es como una conexión lejana y opaca con una tradición popular que a lo largo de la historia de América se niega a desaparecer; brotando de manera múltiple, disfrazándose de modernidad una y otra vez. Hay en su arte una constante de la imaginería popular mexicana a la que el bueno de Breton fue más bien ciego. Todo aquello que el francés identificaba con lo surreal no era otra cosa que apego a la tradición y sincretismo visual: poner imágenes a una canción popular o ilustrar el árbol genealógico de su familia incluso desde que el embrión es fecundado, poco o casi nada tiene que ver con el surrealismo y sí mucho con el carácter más esencial de la pintura popular que remonta sus raíces a la pintura colonial En este sentido, la obra de Frida Kahlo esta más cerca de un bolero, de un corrido o una ranchera cantinera que de cualquier complejo programa suscrito por Freud.
En Frida no hay nada de mundos crítico, ni configuraciones icónicas que asuman lo privado como un hecho hermético. Por el contrario, hay una exagerada inmediatez en el mensaje. Aquí el conflicto de su mensaje es otro. No es el problema del yo y el súper yo, sino el del yo que se expresa públicamente y al que otros yo sociales reconocen como uno de los suyos. Frida Kahlo pertenece a una generación de artistas mexicanos (Tamayo, Rivera, Siqueiros, Orozco, Julio Castellanos, Alfonso Michel, Jesús Guerrero) de los treinta primeros años de este siglo que si bien mantiene muchas notables diferencias entre ellos, participan de un proceso de reconstrucción de la idea nacionalidad. Cada uno desde su particular visión de la tradición histórica y de ese acercamiento a la internacionalidad de sus mensajes, pero todos convierten su pintura en una “trinchera de lo público”. La idea de compromiso revolotea como un ocelote sobre sus pinturas y murales, convirtiendo las décadas de los treinta y cuarenta en un foro de debate cultural de los más importantes para el futuro del Arte Latinoamericano.
Esa misma idea de compromiso, en su acepción más amplia y menos sectarista, sé vera inmersa la actividad de la pintora brasileña Tarsila do Amaral (1886 – 1973). La vida de Tarsila es otro ejemplo más de tantos creadores americanos que realizan un periplo por el mundo en busca de encontrar las claves de su arte. En ese periplo, terminan retornando a aquel mundo de donde han partido; aunque en este retorno, queden expresadas la nueva mirada con la que se vuelve a ver lo familiar y cotidiano.
La identificación de la obra de Tarsila con la del movimiento modernista brasileño constituye uno de los puntos de amarre de una trayectoria pictórica que hasta su vuelta a Brasil, a mediados de los veinte, se venía nutriendo de un acercamiento a los movimientos vanguardistas europeos: el cubismo, preferentemente. Contrariamente al caso de Kahlo, Do Amaral es una mujer conocedora e interesada por la vanguardia europea. De ella obtiene las bases de su simplificado lenguaje de formas geométricas que en adelante empleará para conformar la esencia figurativa de una pintura que ya en París se alinea con los elementos culturales más exóticos que nutren a los istmos: el arte negro. Es evidente, vista su trayectoria, que Tarsila encontró en esta vertiente del arte africano una manera de citar y reconocer su propia realidad brasileña. Nace entonces una de sus pinturas más significativas: La negra. Realizada en 1923 en París.
De regreso al Brasil, y tras el contacto con grupos literarios y artísticos con los que rápidamente se identifica, conforma un sub-grupo denominado de los “cinco” con Mario y Oswaldo Andrade, Anita Malfatti, Menotti del Picchia. Su pintura ahonda en la dimensión ensayada en La negra. Convirtiéndose en emblema, en estandarte, de las ideas y posiciones de Oswald Andrade y el Movimiento Modernista. La idea de la fagotización artística, patrocinada por este grupo, adquiere plena visualidad plástica en sus obras. Así surgen sus producciones en las que se descubre y exaltan las transformaciones de ciudades como Río y Sao Paulo. Obras en las que los planteamientos de Oswaldo Andrade, vertidos en Pau Brasil (1924) y en el Manifiesto Antropofagico (1928) estan también presentes en la obra pictórica de Do Amaral: la cultura mestiza, el contraste entre su paisaje tropical y la industria moderna, la idea de la “jungla-escuela” y el proceso de digerir al colonizador cultural europeo apropiándose de sus virtudes y habilidades. En esa etapa las formas simples de reminiscencia cubista pierden toda agresividad destructiva y son superadas por una visión de la naturaleza representada como algo no del todo alcanzable, ajeno a la razón. Una pintura que de la misma manera que hace Andrade con su modernismo literario, abraza la contradicción como vehículo de acceso pleno a la modernidad: Moderno/primitivo, industria/indolencia, centro/región, Europa/América . En fin, una pintura invadida por lo onírico, que va dejando distintos tipos de “cadáveres” por el camino: el primero, el cubismo como valor referencial internacional de su pintura; ahora éste es sólo una huella más; el segundo, el cromatismo; éste se mitiga, la paleta se vuelve muy limitada y tan sólo el verde se impone.
La última de nuestras protagonistas es la cubana Amelia Peláez (1896 – 1968). Ella comparte con Tarsila do Amaral una educación cosmopolita y privilegiada, propia de una elite social que le permitió conectar con las manifestaciones vanguardistas de París y New York. De la misma manera que la brasileña, el Cubismo fue la esfera artística que le brindo las nutrientes esenciales del despegue de su lenguaje.
No obstante, la lectura modernista de la obra de Peláez es muy distinta a la de Tarsila. Ambas son “modernistas” pero lo son de distinta manera; no sólo por desarrollarse en fechas bien distintas: en Cuba el modernismo obtiene su esplendor en los años cuarenta mientras que en Brasil será en las décadas inmediatamente anteriores; sino porque la pintura de Tarsila jamás obtuvo la intensidad de la brasileña y sus propuestas jamás se plantearon desde una alternativa real al lenguaje de las vanguardias. Al contrario, desde la isla ese lenguaje era visionado más como un instrumento de la internacionalidad que un recurso para construir un lenguaje propio. De manera que las transformaciones en la pintura de Peláez (artista firmemente anclada en un dibujo analítico que nunca abandonaría incluso en sus etapas más “barrocas”) nunca se alejan del todo de ese lenguaje internacional, sino que lo invaden. Convirtiéndolo en un “cubismo barroco”, poblado de arabescos y de intensidad colorística. El Cubismo de Peláez es la versión exuberante de un Cubismo que se emigro al Caribe y se convirtió en criollo.
En el caso de Peláez, el reencuentro con su Cuba natal tras su vuelta de Europa, fue muy distinto al que se produjo en el caso de otro de los grandes viajeros de esta primera mitad de siglo XX: Wilfredo Lam. Para éste último, también salido del exclusivo círculo de artistas cubistas de París, su vuelta ala isla se convirtió en una manera de proyectar todo un imaginario cultural y etnográfico, donde la tradición y religiosidad popular adquieren dimensiones épicas. Los fantasmas del sincretismo cultural y racial de Lam no son los que pueblan el mundo exquisito y ornamental de la Peláez: simplemente ambos visionan dos Cubas distintas. Dos caras de un mundo heterodoxo: lo que en uno es misterio y oscuro esplendor, en la otra se torna color y línea en un proceso de sinfónico concierto. Dos Cubas, dos mundos, que como ocurre, en tantas otras partes de América, compiten por hegemonizar la mirada, pero que necesariamente, llegan a un acuerdo para lograr su supervivencia.